México, el desalojo de profesores que se convirtió en matanza
“Todavía huele a quemado, ¿verdad?”, pregunta Miriam mientras camina entre los esqueletos de coches calcinados en la entrada del pueblo de Nochixtlán, en el Estado de Oaxaca, México. No huele a quemado, pero quizás el recuerdo del olor de neumáticos y vehículos en llamas está tan vivo en la memoria de Miriam que lo revive cada vez que pasa por el lugar. Aquel día, la represión contra una protesta de profesores dejó un saldo de una decena de muertos.
El 19 de junio esta joven maestra amaneció en la barricada que la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) y algunos voluntarios erigieron a un kilómetro de Nochixtlán para impedir el paso que conecta Ciudad de México de los Estados del sur del país. Uno de los tantos parapetos que la CNTE ─el sindicato de profesores mexicanos más combativo─ ha organizado desde mediado de mayo para protestar contra la reforma educativa aprobada en 2013, que abriría las puertas a la privatización de la educación y a establecer un sistema de evaluación a los docentes.
Aquella mañana Miriam se despertó en la barricada en la autopista y se fue a casa para ducharse. Cuando regresó, la entrada del pueblo se había convertido en un campo de batalla: por el lado de la Policía, gases lacrimógenos y armas de fuego; por el lado de los pobladores, palos, piedras, machetes y bombas molotov. “La Policía Federal, la Estatal y la Gendarmería dicen que vinieron para desmontar la barricada que estaba en la autopista, pero después del desalojo se metieron hasta el pueblo. Eso enfadó a mucha gente», afirma la profesora a Público. Luego señala los hoteles Juquila y Merli, en los flancos de la carretera. “Los francotiradores disparaban desde allí. Yo estaba en frente del hotel Juquila y vi a un compañero caer en el asfalto”, recuerda la maestra.
Al enterarse del ataque, el párroco de Nochixtlán tocó las campanas para convocar a la población. Cuando las escuchó Yalid Jiménez, un padre de familia de 29 años, no se lo pensó dos veces y corrió en apoyo de los profesores. Allí murió acribillado tras recibir cuatro disparos. “Hasta ahora no hemos tenido ningún apoyo del Gobierno, ni siquiera un expediente sobre las circunstancia de su muerte. Sólo promesas y ningún avance”, denuncia Juan Antonio Jiménez Santiago, profesor y padre del joven. Responsabiliza al Ejecutivo federal y estatal del asesinato del hijo y pide justicia con un tono tan firme que parece que la rabia le haya tapado el dolor.
De acuerdo a la CNTE, once personas murieron por impacto de bala tras el desalojo del bloqueo. Entre ellas, un catequista de 19 años que había llegado para socorrer a los heridos. En un primer momento, la Comisión Nacional de Seguridad negó el uso de armas de fuego, pero después tuvo que admitir la evidencia mostrada en las fotografías publicadas en la prensa local. El titular de la Defensoría de los Derechos Humanos del Pueblo de Oaxaca, Arturo Peimbert Calvo, afirma que el tiroteo duró unas diez horas y que la Policía Federal llegó a lanzar gases lacrimógenos en la colonia 20 de Noviembre, donde se encontraban sólo mujeres y niños.
El día de la agresión, el cura de Nochixtlán organizó una sala de emergencia en la parroquia de la localidad. “Todos eran heridos de bala. Calculo que llegaron unas 110 personas, los casos más complicados son alrededor de 50”, afirma un doctor que, para preservar su seguridad, prefiere no revelar su nombre. Cuenta que el hospital de Nochixtlán fue ocupado por la Policía, que amenazó a los médicos para que no atendieran a los civiles heridos.
Un muchacho que quiere guardar su anonimato cuenta que aquella mañana, cuando fue intentó llegar al hospital en búsqueda de su madre, fue recibido por la Policía con gases lacrimógenos. Retrocedió hasta la entrada del Panteón, donde le dispararon. “Toca aquí ”, dice, mientras se señala con su única mano no vendada su hombro. Tiene una pequeña protuberancia. “Es una bala. Lleva un mes y medio allí”, asegura. Con toda probabilidad, la mayoría de los heridos del ataque de Nochixtlán llevará una bala incrustada en el cuerpo durante toda su vida. Después de mes y medio ─explica el doctor que los socorrió en la parroquia─ los tejidos se cicatrizan y la encapsulan.
Casi todos los heridos de Nochixtlán se encuentran hoy en la Ciudad de México, donde están recibiendo atención médica. Algunos han preferido no ir porque tienen miedo, ya que desde el día siguiente al ataque han recibido amenazas para que no denuncien. Ni siquiera entran al hospital de Nochixtlán. Prefieren acudir a un consultorio que el profesorado abrió en la escuela primaria del pueblo, donde pueden conservar el anonimato. Tras las primeras negociaciones, el Gobierno de Enrique Peña Nieto envió a Nochixtlán unidades médicas, pero sin médicos especialistas, necesarios para atender heridos de gravedad. Por la noche los doctores se fueron prometiendo regresar al día siguiente, pero nunca volvieron.
La masacre de Nochixtlán sigue impune. Tras más de un mes y medio, el pueblo oaxaqueño parece tranquilo, aún con los vehículos calcinados que recuerdan el día de la batalla. En un autobús carbonizado cuelgan pancartas que piden justicia para los caídos y acusan a los gobernantes de ser unos asesinos. Un poco más lejos, un cartel turístico que invita a visitar las cascadas de Apoala luce un agujero de bala. A su lado se extiende un prado, donde un hombre y una mujer rezan junto a una cruz. “Allí el 19 de junio murieron dos muchachos”, dice Miriam.