El Tribunal Permanente de los Pueblos y la guerra de contrainsurgencia en Chiapas
Minerva Guadalupe Pérez López tenía 19 años cuando, el 20 junio de 1996, fue detenida en la comunidad de Miguel Alemán (Chiapas), mientras iba a visitar a su padre enfermo. Según testimonios, fue encerrada en una casa donde durante tres días fue golpeada y violada repetidamente por más de treinta hombres, que luego la llevaron al campo para descuartizarla. Minerva sigue desaparecida, al igual que otras 36 personas de las comunidades alrededor de los poblados de Tila, Sabanilla, Tumbalá, Yajalón y Salto de Agua, víctimas de la violencia del grupo paramilitar Desarrollo, Paz y Justicia entre 1995 y 1999. “En la Zona Norte de Chiapas operaban éste y otros grupos afiliados al PRI (Partido Revolucionario Institucional, el partido oficialista). En este periodo la violencia paramilitar causó 81 ejecuciones extrajudiciales y más de 3500 desplazados, y solo algunos de ellos han podido regresar a su tierra”, relata Pedro Faro del chiapaneco Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas (Frayba).
Por su cercanía con Miguel Alemán, base de las operaciones de los paramilitares de Desarrollo, Paz y Justicia, la pequeña comunidad maya chol de Susuclumil (Municipio de Tila) ha sido elegida como sede de la preaudiencia del Tribunal Permanente de los Pueblos (TPP), en su capítulo que está focalizado en la guerra contrainsurgente que se desató en Chiapas después del levantamiento zapatista de 1994. “El TPP es una institución que no tiene jurisdicción pero quiere ser voz de aquellos que han sufrido injusticias por parte del gobierno o de los grupos armados. Llevaremos estas causas a los niveles más altos de justicia internacional”, nos relata el miembro del jurado Guillermo Villaseñor.
La preaudiencia se llevó a cabo el 6 y 7 diciembre de 2013 y concluyó con la declaración de culpabilidad del Estado mexicano por brindar “cobertura, seguridad y apoyo económico a las fuerzas paramilitares”. Además, según los jueces del TPP, el estado no ha garantizado el acceso de las víctimas a la justicia y “existen elementos para responsabilizar al Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) por colaborar con las estructuras de procuración de justicia para ocultar las violaciones de derechos humanos”.
Las conclusiones de los jueces se sacaron a partir de los testimonios de los familiares de las víctimas, que por motivos de seguridad prefirieron quedar anónimos. De estos se extrae que los paramilitares nunca atacaron a guerrilleros, sino a la población inerme: bases de apoyo del EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional), afiliados al PRD (Partido de la Revolución Democrática, agrupación socialdemócrata), integrantes de organizaciones populares que no apoyaban el oficialismo. Y de este modo las personas implicadas cuentan los asesinatos, descuartizamientos, violaciones sexuales, torturas y quemas de casas que vivieron en primera persona. Después de veinte años y las noches de insomnio el recuerdo sigue vivo, el dolor no se ha ido.
Frente a los jurados del TPP una mujer relata de cuando, aún adolescente, vio descuartizar a su padre. Algunos recuerdan el momento en que encontraron a un ser querido asesinado en una emboscada y otros los días difíciles pasados en la montaña a la intemperie, mientras los desplazados huían de la violencia de sus comunidades para encontrar amparo en otros poblados de la región, muchas veces dejando sus parcelas y sus casas quemadas por los paramilitares, con todas sus pertenencias dentro. Un hombre cuenta que en 1995, en la comunidad del Limar, estuvo encerrado quince días con otras personas en una casa rodeada por los grupos armados ilegales, hasta que finalmente algunos lograron huir a la ciudad de Palenque y otros a Tuxtla Gutiérrez, capital de Chiapas.
Muchas personas afectadas por la violencia paramilitar han acudido a los tribunales de Tuxtla Gutiérrez para pedir justicia. De hecho, se conocen los nombres de quienes mataron y de quienes mandaron matar. Se conocen también sus caras, que los familiares de las víctimas siguen encontrando en las calles o en los palacios del poder, ahora convertidos en alcaldes o diputados, habiendo formado parte de las filas de Desarrollo, Paz y Justicia.
De hecho, los crímenes de los paramilitares siguen impunes. Así ocurrió con la masacre de la comunidad de Viejo Velasco, donde el 13 noviembre de 2006 alrededor de 40 integrantes de la Organización Para la Defensa de los Derechos Indígenas y Campesinos (OPDDIC), acompañados por unos 300 elementos de la Policía Sectorial, asesinaron a 5 personas, desaparecieron a 2 y desplazaron a 36, que nunca pudieron regresar a sus tierras.
Otro ejemplo de impunidad es el caso de la comunidad de Acteal, en los Altos de Chiapas, donde el 22 diciembre de 1997 un grupo de paramilitares del grupo Máscara Roja, afiliados al Partido Revolucionario Institucional (PRI), asesinó a 45 personas de la asociación Sociedad Civil Las Abejas de Acteal durante una oración. De los 87 paramilitares encarcelados, 51 fueron liberados. “Los liberaron bajo fianza y recibieron dinero, casa y tierra”, denuncia frente al TPP Rosendo Gómez Hernández, presidente de la mesa directiva de la Sociedad Civil Las Abejas de Acteal. La asociación denuncia también la manipulación de los líderes comunitarios por parte de las autoridades a través de la entrega de dinero o regalos, que Rosendo Gómez Hernández define “balas de azúcar”.
Además, según el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas, la implementación de proyectos asistencialistas gubernamentales es otra etapa, empezada después de 1999, de la guerra de contrainsurgente que las autoridades mexicanas están librando contra las comunidades organizadas chiapanecas, con el objetivo de dividirlas y comprar a sus dirigentes. Sin embargo, aunque con diferente intensidad, la violencia paramilitar no ha terminado: los manuales de contrainsurgencia de los ’90 – “Plan de Campaña Chiapas 94” y “Chiapas 2000” – se siguen aplicando tanto en la selva Lacandona como en los Altos de Chiapas.