Huir de la guerra para instalarse en otro país: refugiados de Guatemala cumplen 40 años de llegar a México y defender sus raíces
A principios de los años 80, unas 50 mil personas desplazadas por la guerra civil de Guatemala llegaron a México en busca de refugio. Su entrada se dio en momentos distintos, pero las Naciones Unidas conmemoran el aniversario de su llegada en octubre, pues fue en este mes de 1982 que el gobierno mexicano y la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) firmaron un acuerdo para abrir una representación del Alto Comisionado.
Se cumplen 40 años de la llegada a territorio mexicano de las familias refugiadas, sobrevivientes del genocidio del pueblo maya llevado a cabo por el Ejército de Guatemala.
Kixtup, que en castellano sería Cristóbal
Cristóbal Pérez Tadeo aprendió a hablar su idioma a los 17 años. “Ya no quiero comunicarme con ustedes en castilla, quiero conversar en puro chuj”, dijo a sus papás. En aquella época, sí entendía la lengua de su familia, pero todavía no era capaz de hablarla.
Su padre, Yakin Pérez Hernández, y su madre, Elsa Tadeo García, que se conocieron cuando eran adolescentes en un campamento de refugiados guatemaltecos en Chiapas, entendieron su decisión. Desde hace algunos años, ellos también reflexionaban sobre la importancia de rescatar la lengua chuj, que en los 80 el gobierno mexicano les impuso perder. Ellos no la olvidaron, pero decidieron no enseñarla a sus hijos para que no se sintieran marginados por ser guatemaltecos en tierras chiapanecas.
Pero en realidad, a Cristóbal nunca le dieron vergüenza sus orígenes, así que, junto con otros hijos de refugiados guatemaltecos que habían conseguido una beca para cursar su licenciatura, empezó una reflexión sobre la importancia de recuperar y dignificar la lengua y la cultura que las políticas de mestizaje del gobierno mexicano intentaron borrar.
“A las familias guatemaltecas el gobierno les dijo: ‘Se pueden quedar, pero bajo mis reglas’. No pueden hablar chuj, no pueden llevar sus vestimentas ni practicar su cultura adentro del territorio mexicano”, dice Melina Arredondo Velázquez, egresada del doctorado del Colegio de la Frontera Sur. De acuerdo con la académica, por temor a que sus hijos fueran discriminados, las familias chujes no solo no les transmitieron su cultura, sino tampoco les contaron la experiencia de la guerra.
“Por esto, en 2013 decidimos fundar el colectivo Hakib’al, que significa ‘nuestras raíces’. Vimos la importancia de definir quiénes somos y reivindicar nuestra cultura”, dice el joven que desde aquel momento dejó de llamarse Cristóbal y retomó su nombre chuj: Kixtup.
Yakin, que en castellano sería Diego
Yakin Pérez Hernández tenía seis años cuando vio a dos hombres caerse del cielo, rotando en el aire como hojas soltadas de un árbol. Habían sido lanzados de un helicóptero por soldados guatemaltecos.
Era 1982 y el niño había encontrado refugio en la colonia Santa Martha, en Chiapas, a unos pocos kilómetros de la frontera con Guatemala. En aquella época, el Ejército guatemalteco estaba implementando la política de “tierra arrasada” que, con el pretexto de eliminar la base social de la guerrilla, causó la muerte de unas 200 mil personas y barrió con más de 400 comunidades indígenas.
Unos meses antes de llegar a Santa Martha, en julio de 1982, Yakin se encontraba en la aldea Chibalasun (municipio de San Mateo Ixtatán, departamento de Huehuetenango), cuando se difundió el rumor de que el Ejército acababa de cometer una masacre en la cercana comunidad de Petenac. Los papás y hermanos de Yakin huyeron, mientras que él y su abuela se escondieron debajo de una piedra.
Los soldados nunca llegaron y tiempo después unos tíos decidieron acompañar al niño a buscar a sus papás. Caminaron tres días en el monte escondiéndose de los militares, sin comida ni agua, hasta llegar a Santa Martha. Allí, entre los centenares de guatemaltecos que deambulaban con los ojos perdidos en el conflicto que habían dejado atrás, Yakin reconoció a su papá, Mekel Diego Sebastián, y a su madre, Matal Hernández Pérez. Por fin se pudieron abrazar, pero su reencuentro no puso fin al miedo: la frontera era tan porosa que las incursiones del Ejército y de los paramilitares de las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC) los alcanzaban hasta en territorio mexicano.
Las familias desplazadas se tuvieron entonces que desplazar más adentro, en una geografía donde todavía no existían carreteras internacionales ni combis, caminando entre monte y veredas. “La gente nos recibía con todo en sus casas: pasen, entren, escóndanse”, recuerda Yakin, que hoy tiene 46 años y vive en la comunidad de Nuevo Porvenir, Chiapas.
Fue en Amparo Agua Tinta, a unos 15 kilómetros de la frontera, que los desplazados centroamericanos tuvieron la ilusión de que su peregrinar había terminado: la comunidad les ofreció un terreno en la montaña, en el que construyeron un campamento donde por primera vez recibieron despensas y apoyo: llegó la Diócesis de San Cristóbal de Las Casas y, después de ella, la ACNUR y la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar), que tomaron la coordinación del campamento, donde seguía llegando gente de Guatemala.
En aquel tiempo, Yakin decidió dejar la escuela porque su maestro lo golpeaba con una vara por hablar chuj en lugar de castellano. Un joven de Amparo Agua Tinta se ofreció entonces a enseñarle a leer y escribir, marcando la vida de Yakin, que a los 14 años ya enseñaba castellano a los niños del campamento. Tiempo después se volvió traductor y lideró a un grupo de familias que no aceptaron dejarse borrar por el gobierno mexicano.
Matal, que en castellano sería Magdalena
Cuando las autoridades mexicanas ordenaron al pueblo chuj de quemar su vestimenta y llevar ropa occidental —para así supuestamente engañar al Ejército y las PAC que los iban buscando—, Matal Hernández Pérez se negó. Puso en una bolsa de plástico su enagua y su huipil de colores con una estrella bordada en el centro, y la enterró. Cuarenta años después, Matal sigue llevando su vestimenta chuj y nunca aprendió a hablar español.
La vida de Matal fue una eterna peregrinación, desde que en 1982 salió de la aldea Chibalasun con su familia, dejando atrás a su hijito Yakin Pérez Hernández. Durante nueve años vivieron en el campamento de Amparo Agua Tinta y en 1991 fueron reubicados en un lugar llamado El Porvenir, cerca de la frontera con Centroamérica, donde vivían unos 2 mil 500 refugiados. Cinco años después, tras la firma de los acuerdos de paz en Guatemala, el gobierno mexicano les presentó dos opciones: repatriación voluntaria o reubicación en asentamientos de Campeche y Quintana Roo.
En los años 90, más de 22 mil 800 personas aceptaron regresar a Guatemala y unas 18 mil decidieron reubicarse en la península de Yucatán, donde todavía viven.
Fue hasta 2011 —29 años después de su llegada a México— que Matal y su familia fueron naturalizados, gracias a la Ley de Refugiados y Protección Complementaria. No todos los desplazados guatemaltecos lo son: algunos todavía no tienen su permiso de residencia permanente y hasta sus hijos nacidos en México siguen siendo discriminados por la burocracia mexicana.
Mekel, que en castellano sería Miguel
En ningún momento, Mekel Diego Sebastián quiso irse a vivir a Campeche o Quintana Roo. Llevaba toda la vida desplazándose con sus hijos y su esposa Matal y no quería seguir haciéndolo. Tampoco quería regresar a Guatemala. “Allá tenía poca tierra y aquí en Chiapas estábamos a gusto”, dice Mekel, al recordar el día en que el gobierno mexicano le impuso elegir si repatriarse o reubicarse. Él y su familia decidieron resistir.
Su hijo Yakin, que era representante de un grupo de desplazados, se acercó a un abogado de la ACNUR para pedirle asesoría para comprar tierra. Siendo que ningún refugiado contaba con documentos para adquirirla legalmente, la compraron a nombre de cinco menores de edad que habían nacido en México.
Fue así como en 1998 se fundó la comunidad de Nuevo Porvenir, en el municipio La Trinitaria, donde hoy en día viven 230 chujes. En total, son 12 mil 700 los refugiados guatemaltecos que se quedaron en Chiapas, entre los municipios de La Trinitaria, Las Margaritas, Frontera Comalapa y La Independencia.
Nuevo Porvenir abarca solo 18 hectáreas; cada familia tiene una parcela muy chiquita y la comida no les alcanza. Por esto, muchos jóvenes acaban migrando a Estados Unidos o a los campos de frambuesa de Jalisco. Las autoridades mexicanas aparecen en la comunidad solo en periodo de campaña electoral y el apoyo del municipio en obras ha sido escaso: en su mayoría fueron construidas por la ONU.
Mekel y su esposa Matal no solían contar la historia de su vida, hasta que su nieto Kixtup le pidió explícitamente hacerlo. Ha sido duro reabrir las heridas, pero les quedó claro que la intención de los jóvenes del colectivo Hakib’al era sanarlas y construir una memoria colectiva. “Admiro mucho la valentía, la fortaleza que tuvieron mi familia y mi pueblo para enfrentar todo esto”, dice Kixtup, que hoy tiene 30 años y está estudiando un doctorado en la UNAM. “Seguido me preguntan si me siento más que guatemalteco o mexicano; yo contesto que me siento chuj”, remarca.