Dreamers’ moms: tres madres deportadas luchan por regresar a EE. UU. con sus hijos
Cuando leyeron que la política de “tolerancia cero” del gobierno estadounidense estaba separando familias de migrantes en la frontera, las mujeres que forman parte del colectivo The Dreamers’ Moms, de Tijuana, supieron que tenían que hacer algo.
Ellas saben lo que se siente vivir lejos de sus hijos. Además temían que, entre los niños “enjaulados” en las centros de detención en Estados Unidos, pudieran estar algunos de los que han apoyado en su paso por Tijuana. Por ello, estas Dreamers’ Moms, madres migrantes que fueron separadas de sus hijos tras su deportación de Estados Unidos, decidieron organizar una acción con sus compañeros de Espacio Migrante.
El 30 de junio se reunieron en El Chaparral —el cruce fronterizo de Tijuana por donde salen los migrantes deportados— cargando mantas y bocinas. Ese día marcharon gritando: “Las familias tienen que estar juntas”. Esta es la principal consigna que desde hace cinco años, cuando fundaron su colectivo, pregonan.
Las historias de las Dreamers’ Moms son muy diversas. Algunas de ellas, tras su deportación, trajeron a sus hijos a México, pero no encontraron condiciones para que los niños se quedaran. Otras optaron por dejarlos en Estados Unidos, pues ahí tenían hecha toda su vida. Otras más no tuvieron siquiera la opción de escoger.
Newsweek en Español presenta los casos de tres madres migrantes que siguen a la espera de volver a reunirse con sus hijas e hijos.
“Tengo cinco años sin ver a mis hijas y más de un año que no sé nada de ellas, absolutamente nada”: Montserrat Galván Godoy
Carolina y Catalina conocen el castellano, pero no perfectamente. Lo pueden hablar, pero no logran escribirlo. En la escuela primaria de Villagrán, en Guanajuato, no se la pasaban bien: por las dificultades que tenían con el idioma participaban en las clases solo como oyentes, y sus compañeros les hacían bullying por su acento, por su historia. Por ser hijas de mexicanos que migraron a Estados Unidos, por ser gringas. Los niños les decían “huérfanas”, pues su papá no vivía con ellas; hasta las maestras las maltrataban.
La mamá de Carolina y Catalina, Montserrat Galván Godoy, tampoco era feliz en Villagrán, su pueblo natal. A los 14 años migró a Estados Unidos, y en ese país nacieron sus hijas. Sentía que, de alguna forma, Carolina del Norte era su hogar pese a las dificultades que había pasado —dos años atrás había regresado a México para huir de su marido, un hombre violento que le causó un aborto por los golpes y que llegó a ponerle una pistola en la cabeza amenazando con matarla.
Montserrat decidió entonces regresar a Estados Unidos. Agarró a sus niñas y se fue a Nogales para cruzar la línea, pero la agarraron con una visa que no era suya. Lo intentó también por Mexicali y tampoco lo logró. Después de dos meses esperando el momento oportuno para pasar, Montserrat decidió dejar a las niñas —que tienen nacionalidad estadounidense— con un primo hermano, para que las acompañara a Los Ángeles a encontrarse con su papá, y así evitar el peligro de cruzar la frontera irregularmente.
“No me dejes, mamá”, le suplicó su hija más chiquita agarrándose de sus piernas.
Montserrat tenía muy claro que no las quería dejar, sino alcanzarlas lo más pronto posible. Lo intentó por Piedras Negras, pero la Border Patrol la agarró al cruzar el río. La llevaron a un centro de detención en Eagle Pass, Texas. Ahí estuvo detenida durante un mes antes de ser deportada. Llegó a Guanajuato con su familia, traumatizada, enferma y deprimida.
“Como al mes mi marido me habla desde Estados Unidos y me dice: ‘¿Sabes qué? No quiero saber nada de ti, hazle como quieras, no te voy a regresar a tus hijas y hasta aquí se acabó todo’”.
Montserrat cuenta su historia tomándose su tiempo, perdiéndose en los detalles. Sentada en el comedor de su casa de Tijuana, relata el porqué decidió mudarse a la ciudad norteña, hace cuatro años, a pesar de no conocer a nadie y no tener trabajo. Su única intención es estar cerca de la frontera para poder cruzar otra vez.
Llevaba dos meses sin tener noticias de sus niñas cuando su marido la obligó a enfrentar un proceso legal vía Skype. El objetivo: quitarle la custodia de sus hijas quienes, en el juicio, declararon en contra de ella, afirmando que tomaba y las golpeaba. “Yo la tengo de ganar porque tengo a tus hijas —le había advertido previamente su marido por teléfono—, yo las puedo manipular a mi manera porque están viviendo conmigo, así que ya te chingaste”.
La rabia y la depresión ganaron una vez más. “No soy feliz; sí sonrío, pero siempre pensando en cómo estarán mis hijas, si comerán, si me extrañarán, si pensarán en mí”.
En aquella época se sentía un poco más fuerte y menos sola, pues ya participaba en el colectivo The Dreamers’ Moms.
“Yo siempre estaba con la idea de quererme ir, de cruzar la frontera, hasta que mi compañera Yolanda Varona me dijo que no tenía que desesperarme, que tenía que tomar las cosas con más calma. En Estados Unidos sufrí de violencia doméstica y puedo aplicar para la visa tipo U e irme legalmente”, dice Montserrat.
La visa tipo U es un permiso que puede ser solicitado por víctimas de actos de violencia de cualquier tipo en Estados Unidos, que hayan cooperado con la autoridad para capturar el agresor y que puedan presentar un reporte policiaco. Hay otra figura parecida que se llama VAWA, también creada para combatir agresores en la sociedad. Obtener este permiso es más rápido, pero se puede solicitar solo en caso de haber sufrido violencia doméstica por parte de un esposo que es ciudadano estadounidense o tiene residencia permanente.
Montserrat anhela obtener el permiso que le permita estar en el mismo territorio para acercarse a sus hijas.
“No pude decirle adiós a mi hija, no pude darle un último abrazo ni pedirle una disculpa por lo que fue una irresponsabilidad de mi parte”: Yolanda Varona
A Yolanda le encantaba su vida en El Cajón, en California. Ahí había llegado, procedente de Guerrero, casi dos décadas atrás con sus dos hijos pequeños. Tenía una visa de turista y no tenía planeado quedarse mucho tiempo. Pero la suerte le abrió puertas inesperadas: empezó trabajando de cocinera, luego de cajera y con el tiempo se volvió gerente. Finalmente consiguió ser la encargada de dos tiendas, con un sueldo muy bueno. Se sentía orgullosa de poder darle a sus hijos la vida que les había prometido.
Todos estaban felices. Los domingos los pasaban en la playa de Coronado: llevaban café y sillas, y se sentaban con los pies hundidos en la arena a ver caer el sol detrás del horizonte. Yolanda tenía también un novio, ciudadano estadounidense, y quería casarse con él.
El 31 de diciembre de 2010, Yolanda salió en carro a México por la garita de Tecate, para acompañar a la abuela de su prometido. Era una cuestión que le tomaría diez minutos: cruzar la frontera, dejar la abuela, y regresar. Pero la revisión de migración fue más atenta de lo que imaginaba y, al descubrir que Yolanda era indocumentada, decidieron deportarla a Tijuana y castigarla de por vida.
Yolanda nunca regresó a la casa donde sus hijos la esperaban para celebrar juntos el Año Nuevo. “Cuando llegué a Tijuana estuve meses en depresión, solo dormía y lloraba”, recuerda la mujer.
Una noche le rogó a Dios que le indicara lo que podía hacer para salir adelante. Cuando se despertó, se sentó frente a la computadora y buscó si en Tijuana había algún grupo de madres deportadas. No encontró ninguno, pero se contactó con una organización de Los Ángeles que se llama The Dreamers’ Moms, un grupo de madres migrantes indocumentadas que luchan para que no las deporten.
“¿Por qué no haces un grupo en Tijuana? Así no estás sola y empiezas a luchar desde afuera”, le propusieron. Fue así como Yolanda fundó el grupo Las Madres Soñadoras, en Tijuana.
Al principio se reunían solo para festejar cumpleaños, navidades, para platicar de cómo se sentían. Luego empezaron a acompañar a mujeres deportadas, con el apoyo de algunos abogados solidarios —como Jesús Grijalva— y también a canalizarlas en los albergues de migrantes, a organizar acciones al lado de la valla fronteriza a la orilla de Tijuana.
El grupo creció rápidamente: “Hubo un momento en que ya no cabíamos en la sala donde nos reuníamos”, recuerda Yolanda.
De acuerdo con el informe anual “Migración y movilidad internacional de mujeres en México”, de la Secretaría de Gobernación, en 2017, 468 madres mexicanas deportadas dejaron en Estados Unidos a sus hijos y algún familiar. El año previo fueron 1,019 y, en 2015, fueron 1,064.
“Somos miles las mujeres migrantes separadas de nuestros hijos, y no es solo un problema mexicano: hay en muchas partes del mundo”, asegura Yolanda. De acuerdo con la activista, muchas madres hubieran querido traer sus hijos a su país, pero la deportación es súbita, “no te mandan a avisar”. Si al momento de la deportación los niños no se encuentran con la madre, la separación es inmediata.
“En el caso de las madres solteras, a los niños menores de edad los recoge el servicio social y se los lleva a una casa de cuidado para luego darlos en adopción. La mamá no sabe dónde quedaron sus hijos y pierden inmediatamente comunicación”, explica.
“Otras veces los niños se quedan con el papá, que en algunos casos al casarse con otra mujer decide cortar la comunicación con su exesposa, y no parece que a la mamá la deportaron, parece que murió. Empiezan a cambiar de números de teléfono, cambian de escuela a los niños, se cambian de domicilio y para la mamá se vuelve muy difícil volver a contactar a sus niños”.
Yolanda Varona es una de las dos Dreamers’ Moms que ya solicitaron una visa tipo U, y que espera tener respuesta dentro de un año. En su tiempo libre le gusta ir a pasear en Playas de Tijuana.
“Desde el faro puedo ver perfectamente la playa de Coronado, donde caminaba con mis hijos”, cuenta. A veces se imagina que podrían estar justo ahí, en ese mismo momento, que también la estén buscando y que, de pronto, sus miradas se crucen.
“Fue muy difícil para mis hijos vivir en México porque a cada paso que daba me encontraba con una barrera”: Emma Sánchez
Emma Sánchez hojea unas fotografías donde se repiten los rostros de dos niños parecidos, uno pelirrojo y otro de cabello oscuro. Imagen tras imagen, los rasgos de los pequeños se vuelven más delineados hasta que, en otras fotos, aparece un bebé regordete.
“Aquí es cuando me deportaron”, prosigue Emma, mostrando una imagen de su familia en la que todos se ven sonrientes. “Íbamos felices en el carro de California a Ciudad Juárez, íbamos cantando. A veces nos parábamos para sacar fotos”, cuenta.
Era el 6 de junio de 2006. Emma llevaba seis años viviendo en Estados Unidos, el país donde conoció a su marido Michael Paulsen, un veterano de la Marina, y con quien crió a sus tres hijos. Emma aún no tenía sus papeles en regla y para regularizar su situación tenía que acudir a una cita migratoria en el consulado de Estados Unidos, en Ciudad Juárez. Decidieron ir todos juntos. En el auto iban haciendo planes para el futuro: con los papeles en regla, por fin podrían viajar por el país —querían llevar a los niños a Disneylandia e ir a Ohio para que Emma conociera a los padres de Michael—. Pero en Ciudad Juárez el oficial de migración estadounidense le dijo a Emma que ya no podía ingresar en el país. “Haz lo que quieras, tu esposa no va a regresar en diez años”, le dijeron a su marido.
“Fue el día más terrible de mi vida, sientes que se te acaba el mundo —recuerda Emma—. Tu mundo queda hecho pedazos en un instante, en un minuto”.
Su marido decidió regresar a California para no perder su trabajo y Emma viajó hasta Guadalajara con sus tres hijos y una cesárea reciente. De allí se mudó a Los Cabos con su hermano, pero no encontró las condiciones para que sus hijos, ciudadanos estadounidenses, se pudieran quedar. Entonces, solo los niños mexicanos podían ser inscritos a la escuela pública y ser vacunados; a Emma le resultaba muy caro pagarles la colegiatura en una escuela particular y los trámites para obtener la doble ciudadanía para los tres pequeños.
Fue así como tomó la decisión más difícil de su vida: mandó a sus hijos a vivir con su marido, quien en el día con día se encontró criando a los tres niños solo. Ella se mudó a Tijuana para estar lo más cerca de su familia: desde hace diez años cruzan la frontera, cada fin de semana, para ir a visitarla.
Nos encontramos con Emma y sus hijos en Friendship Park, en el punto donde la valla pintada con murales, que separa Tijuana de Estados Unidos, acaba en el océano. Es un lugar simbólico: allí cada fin de semana las autoridades de San Diego permiten a los migrantes acercarse a la barrera para, a través de las escisiones, charlar con sus familiares en Tijuana. Alrededor de ellos la gente disfruta del sol, pasea por la playa, come helados y churros —hay una atmósfera alegre que contrasta con todo lo que el muro fronterizo supone.
Cada tercer domingo del mes, en Friendship Park, las Dreamers’ Moms y sus abogados solidarios brindan asesoría legal migratoria gratuita. Fue justo en Friendship Park donde, el 19 de julio de 2015, Emma y Michael celebraron su boda religiosa. “Me pareció una manera excelente de cumplir mi sueño de casarme por lo religioso y, al mismo tiempo, llevar un mensaje a las autoridades migratorias”, dice Emma. “Sentía que nuestra historia era una manera perfecta de demostrar que el amor no tiene fronteras, y sentía también el poder de representar a todas las madres deportadas”.
En la ceremonia participaron amigos y familiares de la pareja, y dos sacerdotes: uno del lado mexicano y otro del lado estadounidense, oficiaron la misa en dos idiomas.
“El muro separa familias, pero jamás los sentimientos”, afirmó Emma ese simbólico día.
Los diez años de su castigo migratorio ya pasaron. Emma pensó que podría regresar a Estados Unidos de inmediato. No es así: aún falta más tiempo, más dinero, más trámites.
El 23 de agosto Emma retornará al consulado estadounidense de Ciudad Juárez a que le hagan su última entrevista. Tiene esperanza de que finalmente le otorguen su permiso de residencia permanente. De conseguirlo, se volverá la tercer mujer de las Dreamers’ Moms que logre regresar a Estados Unidos legalmente.